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Narra la historia de un hombrecito que era sirviente y
pequeño de estatura. El patrón de la hacienda siempre se burlaba del
hombrecillo delante de muchas personas. El pongo no hablaba con nadie;
trabajaba calladito y comía sin hablar.
Todo cuanto le ordenaban, cumplía sin decir nada. El patrón
tenía la costumbre de maltratarlo y fastidiado delante de toda la servidumbre,
cuando los sirvientes se reunían para rezar el Ave María en el corredor de la
casa hacienda.
El patrón burlándose le decía muchas cosas: "Creo que
eres perro, "ladra", "ponte en cuatro patas", "trota
de costado como perro". El pongo hacía todo lo que le ordenaba y el patrón
reía a mandíbula batiente.
El patrón hacía lo que le daba la gana con el hombrecillo.
Pero... una tarde, a la hora del Ave María, cuando el corredor estaba repleto
de gente de la hacienda, el hombrecito le dijo a su patrón: "Gran señor,
dame tu licencia; padrecito mío, quiero hablarte".
El patrón le dice: "Habla... si puedes". Entonces
el pongo empieza a contarle al patrón lo que había soñado anoche: "Oye
patroncito, anoche soñé que los dos habíamos muerto y estábamos desnudos ante
los ojos de nuestro gran padre San Francisco, Él nos examinó con sus ojos el
corazón del tuyo y del mío.
El padre San Francisco ordenó al Ángel mayor que te eche
toda la miel que estaba en la copa de oro. La cosa es que el ángel, levantando
la miel con sus manos enlució todo tu cuerpecito, desde la cabeza hasta las
uñas de tus pies, Bien, ahora me tocaba a mí, nuestro gran Padre le dijo a un ángel
viejo:
"Oye, viejo,
embadurna el cuerpo de este hombrecito con el excremento que hay en esa lata
que has traído: todo el cuerpo, de cualquier manera, cúbrelo como puedas,
¡Rápido!" Entonces, patroncito, el ángel viejo, sacando el excremento de
la lata, me cubrió todo el cuerpo con esa porquería. Espérate, pues,
patroncito, ahí no queda la cosa.
Nuestro gran Padre nos dijo a los dos: "Ahora, “lámanse
el uno al otro; despacio, por mucho tiempo".
Ernesto es un niño que vive en una hacienda llamada Viseca
que es propiedad de su tío y de un señor llamado Froylán. El pasa casi todo su
tiempo con los indios de la hacienda.
A su corta edad siente haberse enamorado de una india
llamada Justina que es mucho mayor que él, pero para Ernesto eso no significa
un impedimento, ya que él adora a la india.
Justinacha tiene un enamorado que se llama el Kutu,”cara de
sapo” le dice Ernesto. Le reclama a Justina el porqué lo quiere al Kutu y no a
él. Un día don Froylán viola a la Justina. El Kutu está de rabia y no sabe qué
hacer.
Se encuentra con Ernesto y le cuenta lo que ha pasado con la
Justina. Ernesto anida en su corazón odio hacia don Froylán y deciden con el
Kutu vengarse. El Kutu lo conduce hacia el corral en donde se encuentran los
becerritos del patrón, el Kutu va escogiendo uno a uno y los va flagelando
hasta cansarse mientras Ernesto observaba y en algún momento llegó a sentir
satisfacción.
Pero al día siguiente Ernesto acusó al Kutu de asesino de
animales y le increpó que no supo defender a la Justina y que no debía estar en
Viseca porque ya nadie lo quería. El Kutu se marchó a otra hacienda y Ernesto
se quedó al lado de la Justina que a pesar que él nunca iba estar con ella se
consolaba con la idea de que estaría bajo el mismo cielo que su adorada india.
“La agonía de Rasu Ñiti “es una escena de ballet, con la
danza del bailarín de la altura (Dansak: bailarín): “Rasu Ñiti, que aplasta la
nieve), con el cuadro mágico de los concurrentes a este baile final, donde el
oficiante, el dansak “Rasu Ñiti”, esta envuelto en las ricas vestimentas que lo
particularizan: el tapavala adornado con hilos de oro; la montera; sobre cuyas
inmensas faldas, entre cintas labradas; brillan espejos en formas de estrellas;
sombrero; del cual caía una rama de cintas de varios colores; pantalones de
terciopelo y zapatillas.
La música que acompaña al dansak “Rasu Ñiti” se siente en
variadas tonalidades, y es interpretada por “Lurucha”, el arpista, y por don
Pascual, el violinista. “Rasu Ñiti” estaba tendido en el suelo de su habitación,
sobre una cama de pellejos. Por la única ventana, cerca del mojinete entraba la
luz del sol que daba sobre un cuero de vaca que colgaba de unos de los maderos
del techo y, la sombra producida, caía a un lado de la cama del bailarín.
A pesar del oscuro del ambiente, era posible distinguir las
ollas, los sacos de papas, los copos de lana, y aun los cuyes cuando salían
algo espantados de sus huecos u exploraban en el silencio. Cuando sintió que
era ya el momento, se levanto y pudo llegar hasta la petaca de cuero e que
guardaba su traje de dansak y sus tijeras de acero. Se puso el guante en la
mano derecha y empezó a tocar las tijeras.
La mujer del bailarín y sus dos hijas que desgranaban maíz
en el corredor, corrieron a la puerta de la habitación cuando oyeran las
tijeras que sonaban mas vivamente. Encontraron a “Rasu Ñiti” que se estaba
poniendo la chaqueta ornada de espejos. El bailarín pidió a su mujer que
llamaran al “larucha” y a don Pascual, porque ya el corazón le había avisado
que había llegado el momento en que el tenia que recibir al Wamani (Dios
montaña que se presenta en figura de cóndor).
“Rasu Ñiti” sentía que el Wamani le estaba hablando
directamente al pecho; pero su mujer no podía oírlo. La mujer se inclino ante
el dansak y le abrazo los pies. Estaba ya vestido con todas sus insignias, un
pañuelo blanco le cubría parte de la frente.
La seda azul de su chaqueta, los espejos, la tela roja de
los pantalones ardía bajo el angosto rayo del sol que fulguraba en la sombra
del tugurio que era la casa del indio Huancayre, el gran dansak “Rasu Ñiti”,
cuya presencia se esperaba, casi se temía y era luz de la fiestas de centenares
de pueblos. Cuando el bailarín interrogo a su mujer sobre si veía al Wamani
sobre su cabeza, esta le contesto que si, que era de color gris y que la mancha
blanca de su espalda estaba ardiendo.
El tumulto de la gente que venia a la casa del bailarín se
oía ya muy cerca. Cuando las hijas del danzarín, que habían ido a llamar al
“lurucha” y a don Pascual, regresaron, Pedro Huancayre el gran dansak “Rasu
Ñiti” , ya tenia el pañuelo rojo en la mano izquierda. Su rostro enmarcado por
el pañuelo blanco, casi salido del cuerpo, resaltaba por que todo el traje de
color y luces y la gran montera lo rodeaban , se diluían para alumbrarlo,; su
rostro cetrino casi no tenia expresión.
Solo sus ojos aparecían hundidos como en un mundo, entre los
colores del traje y la rigidez de los músculos. “Rasu Ñiti” empezó a tocar las
tijeras. Cuando llego Lurucha, el arpista del dansak, tocando, ya la fina luz
del acero era profunda; le seguía don Pascual, el violinista. El Lurucha, que
comandaba siempre el dúo, hacia estallar con su uña de acero las cuerdas de
alambre y las de tripa.
Tras de los músicos marchaba un joven: “Atok Sayku”, el
discípulo de “Rasu Ñiti”. También se había vestido; pero no tocaba las tijeras.
“Rasu Ñiti” vivía en un caserío no más de veinte familias. Los pueblos grandes
estaban a pocas leguas. Tras de los músicos venia un pequeño grupo de gente.
Cuando “Rasu Ñiti” sintió que ya el final se acercaba, pidió al arpista que
tocara.